viernes, 9 de mayo de 2008

¿Mis vacaciones?

¿En serio querés saber? Bueno, yo te conté que nos íbamos a ir en barco. Por alguna razón, siempre soñé con viajar en crucero o algo por el estilo, a un lugar exótico. A Alberto no le gustaba mucho la idea pero accedió, finalmente, en tanto él pudiera elegir el lugar al que íbamos a ir. ¿Podés creer? ¡Se le antojó ir a la Antártida! Decí que soy buena y lo soporté como una dama. Bueno, para ser sincera, en un principio me pareció una buena idea. Alberto y yo realmente necesitábamos ir a un lugar tranquilo porque estábamos muy estresados. Sí, ya sé que te enteraste de las crisis nerviosas que tuvimos los dos… Todo el mundo se enteró. “La pareja de locos” decían las vecinas, esas chismosas de en frente. Supongo que ahora estamos mejor así…
Pero bueno, volviendo al viaje, fuimos al puerto, nos despedimos de todos, menos de vos, claro, que estabas de viaje, y nos subimos al barco. El barco era espectacular, lujosísimo… Era como el de esa película de terror, ay, no me acuerdo el nombre, antes de que matasen a todos con tanzas o no se qué, que estaban los fantasmas… ¿La ubicás? Bueno, no importa, era mala. La cuestión es que el barco era espectacular. Alberto quiso consentirme y compró boletos de primera clase, así que no podés imaginar lo que era ese camarote. Zarpamos. El barco estaba lleno. Toda gente bien, digamos. Había bastantes científicos y sus familias y otros como nosotros.
Al principio disfrutaba mucho de viajar en la borda, estar en la pileta climatizada y todas esas cosas, pero, claro, después empezó a hacer frío y no me quedaba otra más que estar por ahí, mirar el mar, conversar con otras mujeres… Pero las mujeres que viajaban eran todas jovencitas. Alguna iba a visitar a su papá o a su novio o simplemente a trabajar. Eso sí, eran todas solteras, un grupo de chicas. Me sorprendió un poco esto. Mejor dicho, horrorizó, y mejor dicho todavía, me horrorizó mucho… Mientras que estas chicas paseaban por la borda, se les acercaban hombres de unos 10 años más que Alberto, y les hablaban, mejor dicho, las seducían de un modo asqueroso, les compraban cosas, y entonces ellas se dejaban acariciar… ¡Ay, toda una situación desagradable! Encima, después vos los veías con ellas en el restaurante del barco y, no me lo vas creer, ellas tenían que masticarles la comida y escupirla para que ellos pudieran comerla. Sí, terrible. Como los pájaros eran. ¿Dónde estaba Alberto en ese momento, me preguntás? Ah, ese es otro tema…
Alberto, siempre con sus complicaciones, vos sabes cómo es. ¡Se le mete una idea en la cabeza y quién se la saca! ¡Esos hombres traen complicaciones y al pedo! Perdón por la palabra. ¡Es que me sale del alma! Resulta que estábamos acomodándonos el primer día, y en eso escuchamos un ruido de una especie de insecto. Obviamente no me llamó particularmente la atención. Era un bichito a fin de cuentas. Supuse que si en primera clase se escuchaba un ruidito de un bichito, en los de tercera debía haber cucarachas del tamaño de dinosaurios. Lamentablemente, cometí el error de decirle esto a mi buen marido, y este pensamiento mío le trastornó la cabeza. A partir de ese momento, él me dejó de escuchar a mí para prestarle atención al bicho. Para ser sincera, pensaba que el día que Alberto me reemplazase por alguien, él iba a tener mejor gusto. Se pasó día y noche adentro del camarote. Hacía que unos mozos le llevaran la comida. Bueno, llegó un punto, obviamente, en el que esta situación me hartó. Después de comer y de ver el episodio repugnante de un viejo verde comiendo una cazuela de mariscos regurgitada, llegué al cuarto hecha una furia y lo encontré ahí, sentado en el piso, con la oreja pegada a la alfombra. Y entonces lo quise poner en su lugar:

-¡Explicame para qué carajo te traigo a un crucero romántico para que estés así, con la oreja en el piso, escuchando a un bicho!
-¿Qué? ¿Me trajiste? No te puedo creer. ¿Ahora estás celosa de un insecto?
-Le prestás más atención que a mí. Vinimos acá a relajarnos y mirá cómo me ponés.
-Te ponés así porque querés. Esta es mi forma de relajarme y distraerme, de la misma forma que la tuya es boludear por la borda.
-¡Vos estás para ir al Borda!
-¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta tanto la idea de viajar en…?

Lo interrumpió el ruido del bicho. Pero esta vez yo también me callé la boca y presté atención. El ruido era mucho más fuerte. No puedo describirlo. Era como un “ZvzvvvzzZZ”, pero no era un zumbido… No sé. La cuestión es que nos quedamos callados los dos por un rato largo. Y entonces vi la cara de Alberto. ¡Estaba verde! Me di vuelta enseguida. Seguramente mi cara también estaba verde, ¡verde como la viscosidad que había en la pared! No te lo puedo describir sin que me de vueltas el estómago. Estaba ahí en la pared. Era una especie de caracol, o sea, tenía un caparazón como el de un caracol, pero la babosa tenía el tamaño de una culebra y estaba todo alrededor del caparazón. Era como si estuviese incrustado. Inmediatamente agarré uno de los zapatos de Alberto (obvio, no iba a manchar los míos) y lo maté. Alberto se quedó mudo. En seguida, llamé a alguien de limpieza. Alberto seguía petrificado así que me acerqué a él. Traté de calmarlo. No sabía que tanto le molestaban los caracoles. Supongo que quizás por eso se ponía incómodo cuando yo quería pedir eso en algún restaurante. Bueno, los de limpieza se tomaron su tiempo en venir. Al fin, cuando vinieron y escucharon todo lo que tenía para decirles, lo único que me contestaron fue: “Nunca antes pasó una cosa así… No se preocupe señora que no se va a volver a repetir”. Dejaron la habitación impecable y se fueron.
Convencí a Alberto de ir a la borda y mirar el paisaje. Le había vuelto el color a la cara. Paseamos, nos reímos de los viejos verdes, miramos el desierto oceánico, como él se refería a lo que yo simplemente llamaba agua, y lo más lindo de todo, estuvimos juntos y la pasamos bien. Durante la cena Alberto me comentó lo aliviado que se sentía por haber encontrado al insecto, que ya no nos iba a molestar más. Me contó también por qué lo molestaban tanto los caracoles. Me admitió que quizás fuera algo tonto, que tenía que ver con una mujer que había muerto asfixiada y devorada por caracoles. Una cosa horrible. Después hablamos de cosas sin importancia, tomamos algo de vino y, bien relajados, volvimos a nuestro camarote.
Nos desvestimos, fuimos a la cama y nos acurrucamos. No, no hicimos nada más. ¡Siempre esperando eso, vos! No, querida, no había necesidad y además estábamos muy cansados… Bueno, en realidad, él estaba más cansado que yo. Mientras que Alberto dormía y yo escuchaba el ruido de su respiración, o sea, sus ronquidos, me puse a pensar lo agotado que debía estar él. Pensá, seguro que no había podido dormir nada desde que escuchamos por primera vez al bicho, y eso había sido hacía casi una semana. Bueno, mientras pensaba eso se me fueron cerrando los ojos, y estaba a punto de dormirme hasta que me di cuenta de que ya no se oían los ronquidos de Alberto. Lo miré y me quedé helada al ver sus ojos. ¡Eran como huevos! Entonces, el ruido de nuevo. ¡El bicho! Abracé a Alberto. El ruido era mucho más fuerte que antes y comenzaba a asustarme, pero no más que a Alberto, que antes de que el ruido apareciese ya había visto algo. Encendí la luz del velador, y ahí lo vi, caminando por el suelo. Era el mismo insecto sólo que era el doble. Dos veces más grande. Si el otro me dio asco, este no sé qué me hizo. ¡Era horrendo! Podía ver sus ojos verdes y rojos. No sé si me pareció pero sentía que estaba clavándole la mirada a Alberto. No se me ocurría con qué matarlo. Tenía el tamaño de un pequinés. Bueno, agarré un bastón que se había comprado Alberto para andar por la nieve (una compra que me pareció sinceramente absurda) y lo entré a golpear hasta que me pareció que estaba bien muerto. Me di vuelta y Alberto estaba temblando. ¡No digas que es un maricón! Hay una explicación. Pero esperá, ahí vamos con eso. Antes te cuento que llamé, al instante, a los de limpieza que se tomaron más tiempo que la vez anterior y encima no me dieron pelota. ¿Podés creer que hasta fueron groseros conmigo? Me dijeron: “¿Y qué va a hacer señora? ¿Se va a tirar del barco en el medio de la nada y va a volver nadando a su casa?”. Me quedé con la boca abierta sin poder creer lo que escuchaba. Me di cuenta de que estaba presa en un barco, con viejos degenerados, donde aparecían bichos asquerosos todo el tiempo. Limpiaron así nomás, me dejaron viscosidades en la alfombra y se fueron. ¡Qué cretinos! Te digo, ¡no vuelvo más a viajar por esa empresa!
Volví al lado de Alberto. Esta vez no lo noté más tranquilo por la muerte del bicho. Todo lo contrario, estaba desconsolado. Lo abracé y se puso a llorar en mi hombro. Nunca lo había visto así. Se abrió completamente conmigo… Resumiendo, me confesó que la mujer que me había contado que fue asesinada por los caracoles era en realidad su madre. Me quedé dura. ¡Tanto tiempo sin las molestias de una suegra para que me viniese a arruinar el viaje!
Amaneció y estábamos los dos ahí sin saber qué hacer. No sé por qué ahora, pero en su momento sabía que no había nada que pudiéramos hacer. El bicho iba a aparecer de nuevo tarde o temprano, a Alberto le iba a dar un ataque, y los de limpieza iban a terminar dándome un trapito para que limpie yo. Me acerqué a la ventana. Sentí el aire frío y miré el cielo. Era un día feo, feo. Había mucha resolana. Alberto se me acercó por atrás y me dijo:

-Parece que todo está al revés.
-¿Qué, Alber?
-¡Estamos yendo al revés! ¡El barco está al revés!
-Shh… Tranqui, Alber… Sólo es la resolana…
-¡¿No ves?! ¡¿No entendés?! ¡Estúpida! ¡JA,JA,JA,JA! ¡Todo está al revés! ¡Ya llegamos a la Antártida pero navegamos por el cielo! ¡El barco va al revés! ¡Nos llevan a nuestro nacimiento! ¡A nuestra muerte! JAJAJA

Nunca lo había oído reir o hablar así. Estaba histérico. Me daba miedo, en serio. Abrió completamente la ventana. No entendí en el momento qué era lo que intentaba hacer.

-Sólo nos podemos salvar de una manera. ¡Tirate!
-¿Estás loco?
-Bueno, yo me tiro.
-¡NOOO!

Lo agarré a tiempo. Forcejeamos en el piso. Nos gritamos como nunca, ni antes de ir a la terapia nos gritábamos así. Finalmente nos fuimos cansando. Él me ganó. Se quedó encima de mí mientras que me sujetaba las muñecas. Estábamos re agitados… Entonces volví a abrir la boca y decir cosas que convenía callar.

-Ehm… ¿No es raro que después de este griterío nadie haya venido a decirnos nada ni a ver cómo estamos?

Me clavó los ojos. No podía alejarme de ellos. Era como si toda la cara de Alberto fueran esos dos ojos verdes, rojos de insomnio, enormes. Escuché un goteo y de nuevo el ruido. Alberto se desplomó a un costado. Y lo vi. El bicho estaba en el techo. Esta vez era el doble de la anterior, o sea, el cuádruple de la primera vez. Una gota de baba del caracol cayó en mi rostro. Hablando de eso, sabés, la baba de caracol no saca arrugas ni mejora la piel, para nada. Eso es todo trucho, eh. ¡Y asqueroso encima! Las patas de gallo siguen ahí, ¿ves? ¡Bueno! Te sigo contando…
La cuestión es que no sabía que hacer. ¿Cómo puede morir algo que matás y reaparece más grande? ¿Qué podía hacer? ¡Lo mataba y aparecía uno mayor! Hice lo único que podía: me volví loca. Volví a agarrar el bastón. Traté de alcanzar al caracol pero no llegaba. Miré a Alberto. Y fue ahí cuando me di cuenta: cada vez que lo mataba se hacía más fuerte. ¡Me dio una bronca! Empecé a golpear las paredes. Golpeé, golpeé hasta el hartazgo, o mejor dicho, hasta que hice un agujero terrible en la pared. Pero este agujero no era normal. Era… ¡Era un túnel! ¡Y estaba lleno de caracoles! Se escuchaba un sonido que nunca había escuchado antes. Un sonido que no era de este mundo. Me heló la sangre. Alberto me rodeó la cintura. Luego un llanto y una figura de mujer embarazada, pero no era de mujer, sé que no se entiende pero eso no era una mujer, con un vestido blanco. Señalaba y acariciaba constantemente su panza. Se acercaba y hablaba con voz musical:

-Albi, Albi, ¿por qué no querés venir con mami? ¿No ves que es acá adentro donde tendrías que estar?
-¡Vos no sos mi mamá!
-Albi, Albi, todavía tenés que madurar…

Su cuerpo no estaba cerca pero podíamos sentir el olor podrido de su aliento. Entonces sentí que me elevaba en el aire. No, no estaba levitando. ¡Era Alberto que me tiró por la ventana! También se tiró a sí mismo. Por suerte caímos sobre un animal muerto que estaba flotando por ahí. Nunca supe bien qué era. Y mientras que estábamos ahí, por un instante me pareció cierto lo que había dicho Alberto, que el barco navegaba al revés... Pero después me di cuenta de que era una locura y que Alberto me había lanzado a aguas congeladas y que quizás nadie nos iba a encontrar nunca. Obviamente nos encontraron a los dos minutos unos científicos de no sé donde que estaban haciendo una investigación. Nos llevaron a tierra firme y después volvimos acá. Durante el viaje me puse a pensar que si el espíritu de su madre lo perseguía debía ser porque el la había matado y que él me había tirado para matarme quizás. ¡Cosa extraña un espíritu en la tierra! Y ahí fue cuando pedí el divorcio. ¡Sí, te lo digo ya, esos hombres traen problemas! ¡Ay, dejá de bostezar al menos un segundo! No, te juro que no es cuento todo esto… ¡En serio! ¿Para qué iba a buscar una excusa para dejar a Alber? ¡Ay, no metas a Ricardo en todo esto…! ¡Nunca había salido con él antes de la semana pasada! Ay, bueno, creé lo que quieras…

1 comentario:

Anónimo dijo...

por lo menos ahora usas tu tiempo libre en algo un poco más productivo.